Entre “los males” que nos caracterizan se encuentra el mecanismo neurótico de proyección. Éste no es más que la imposibilidad para reconocer aquello que no me gusta de mí mismo y que, por tanto, es mejor poner fuera, en el otro. La proyección es, utilizando una imagen del mundo de la óptica, una especie de astigmatismo de la mente en la medida que perdemos la capacidad para ver aquello de nuestro carácter que es nuestro.
Si afinamos un poco la mirada podemos observar cómo, en repetidas ocasiones, nos podemos ver enojados por algo que hace una persona con la que nos relacionamos. En primera instancia, y casi sin darnos cuenta, emitimos un juicio valorativo, en la mayoría de los casos despectivo, sobre tal o cual intención, acción o sentimiento que pueda tener dicha persona. Lo que percibimos lo juzgamos en función de nosotros mismos, como si el criterio personal fuese siempre universal. Cuando esto tiene lugar se construye una barrera que evita por todos lo medios que uno mismo pueda plantearse que eso que juzga tenga que ver más consigo mismo de lo que imagina. De esta manera, uno se salva mientras que el otro es condenado.

Para comprender bien la proyección se hace necesario hablar de su antagónico: la introyección. Ésta tiene que ver con todos aquellos mandatos o máximas que las personas nos hemos tragado a lo largo de nuestra vida desde que éramos niños y que, en consecuencia, nunca han sido digeridos. Ejemplos hay muchos: “hay que ser trabajador”, “la vida es un calvario”, “uno tiene que ser bueno”, etc. Estas u otras sentencias las incorporamos sin ningún tipo de filtro, sin que pudiéramos entonces decidir si realmente el asunto era como nos lo decían o había otro modo de entender. Fritz P., el fundador de la Gestalt, hablaba de la necesidad de masticación como contrapunto a los introyecctos engullidos.
Como decíamos, la introyección era necesaria para comprender la proyección pues ambas son las dos caras de una misma moneda. Si la introyección es tragárselo todo sin filtrar, la proyección es echarlo todo fuera sin que uno se apropie de nada. De esta manera, si en su día nos tragamos la máxima aquella de “uno tiene que ser bueno”, entonces sacaremos fuera de nosotros la posibilidad de ser incorrectos, inoportunos o de realizar supuestas “maldades” para evitar así un posible conflicto interno. De ese modo se critica y juzga a aquellos que puedan ser así para que uno pueda salvaguardar su propio autoconcepto (“yo soy bueno”). Con las polaridades sucede que solemos juzgar como incompatibles partes de nosotros que no lo son tanto y que por el contrario pueden coexistir.

La proyección por tanto enturbia nuestra mirada en la medida en que nos incapacita para reconocernos globalmente ya que la persona tiende a identificarse con la parte más hermosa, bonita y correcta de sí mismo. Lo negativo, feo o incorrecto es arrojado fuera para preservar la imagen que uno ha construido de sí mismo.
Sólo en la medida en que nos abrimos a la vida dejando espacio para que nos cuestione e interrogue podremos procurarnos un camino que integre las distintas dimensiones que nos configura como personas.
De este modo es como podremos acercarnos a la realidad personal del otro sin juicios y sin miedo a encontrarnos con aquello que pueda ser tan nuestro como suyo. Sólo cuando acogemos nuestras sombras más oscuras nos permitimos reconocer la luz que hay detrás pues no hay sombra sin luz ni luz que no haga sombra.